sábado, 4 de abril de 2020

Agustín y sus revelaciones


San Agustín era también un gran defensor de la moral de la esclavitud, que remontó al «justo» Noé, quien «estigmatizó el pecado de su hijo» con ese nombre y estableció el principio de que los buenos tienen derecho a utilizar a los pecadores. Así lo explica en La ciudad de Dios: «Así pues, la primera causa de la servidumbre es el pecado; que se sujetase el hombre a otro hombre con el vínculo de la condición servil, lo cual no sucede sin especial providencia y justo juicio de Dios, en quien no hay injusticia y sabe repartir diferentes penas conformes a los méritos de las culpas». 

Durante el diluvio, todos excepto un puñado de hombres fueron apartados como pecadores. ¿Pero cómo supo Agustín todo esto? Después de todo, no sale en la Biblia. No importa que la Biblia nunca mencione el «pecado original» como tal, y en realidad la idea de Agustín de que las generaciones actuales deben hacerse responsables de la Caída de Adán está en flagrante contradicción con algunos pasajes, como por ejemplo Ezequiel 18, donde se afirma que sólo el pecador morirá y que sus hijos son inocentes. De hecho, al igual que Tertuliano, la autoridad que Agustín reconoce es únicamente la de Dios en persona. 

Agustín consideraba que las «revelaciones» eran verdaderas, aunque aparentemente estuvieran en contradicción directa con la Biblia. «La revelación divina, no la razón, es la fuente de toda verdad». Las verdaderas normas éticas celestiales no están formuladas por la sola razón, sino que son reveladas por Dios. La verdad cristiana no descansa en la excelencia teorética o en la consistencia lógica; es verdadera porque su fuente es Dios. Y, como el obispo Orígenes antes que él, Agustín interpretó las Escrituras de forma alegórica. 

La Biblia, creía él, ha sido velada por Dios para discernir a los dignos de los indignos entre aquellos que Lo buscan. Las ambigüedades sólo proveen nuevas facetas de la verdad, para que ésta pueda ser descubierta. En cambio, es una secta cristiana, los maniqueos, la autoridad que Agustín se decide a consultar. De joven, Agustín había sido un defensor entusiasta de los maniqueos, aunque más tarde se convirtiera en su enemigo declarado, escribiendo largo y tendido sobre sus perversos errores. 

Los maniqueos, que (como Agustín) estaban influenciados por Platón, creían que hay una lucha perpetua entre los dos eternos principios de la Luz y las Tinieblas, y que nuestras almas son partículas de la Luz que han sido atrapadas por las Tinieblas del mundo físico. La lección que le ofrecieron a Agustín fue la de que toda la creación (la carne) es mala. El sexo, en particular, es pecado, sin excepción del que se lleva a cabo dentro de la institución del matrimonio y con fines de procreación. Incluso le aconsejaban a cualquiera que tuviera un bebé que lo abandonara de inmediato en la ladera de alguna colina, de modo que pereciera. Pero, ahora se daba cuenta Agustín, los maniqueos no estaban siendo muy perspicaces. 

No era suficiente con evitar el sexo: ¿acaso el pecado y el egoísmo no se encuentran ya en el infante, que gorgojea celosamente en el pecho de su madre? «Tengo la experiencia de un niño que conocí», escribe Agustín. No podía aún hablar, pero se ponía pálido y miraba con torvos ojos a su hermano de leche. […] No hay inocencia en excluir de la fuente abundante y generosa a otro niño mucho más necesitado y que no cuenta para sobrevivir sino con ese alimento de vida. 

O recordemos, como hace profusamente Agustín, el incidente del peral. Era el tiempo de su despreocupada juventud cuando Agustín y sus amigos robaron unas peras del jardín de un vecino. Como las peras en realidad estaban pasadas, él no tenía hambre y, en cualquier caso, tenía mejores peras en casa, no pudo explicar el hecho más que atribuyéndoselo, evidentemente, a la «detestable malicia que amé; lo que amé no era lo defectuoso, sino el defecto mismo». 

No parecía ser nada más ni menos que un acto de total deliberación, que reflejaba (como diría Hannah Arendt muchos años después, a propósito de los campos de concentración nazis) la «banalidad» del mal, tanto más claramente en su aparente insignificancia. Pero Agustín acaba por darse cuenta —en un súbito arrebato de inspiración de que él nunca podría haberse interesado por sí mismo en esas peras. Lo hizo porque estaba con sus amigos. «¡Oh, enemiga amistad!».

No hay comentarios:

Publicar un comentario