viernes, 17 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido - parte 2


El presente relato, aun siendo breve, está elaborado con arte y garra. Yo lo he leído dos veces de un tirón, incapaz de desprenderme de su hechizo. En alguna parte, hacia la mitad del libro, Frankl presenta su propia filosofía de la logoterapia: lo hace como sin solución de continuidad y tan quedamente que sólo cuando ha terminado el libro el lector se percata de que está ante un ensayo profundo y no ante un relato más, forzosamente, sobre campos de concentración. Es mucho lo que el lector aprende de este fragmento autobiográfico: aprende lo que hace un ser humano cuando, de pronto, se da cuenta de que no tiene «nada que perder excepto su ridícula vida desnuda». 

La descripción que hace Frankl de la mezcla de emociones y apatía que se agolpan en la mente es impresionante. Lo primero que acude en nuestro auxilio es una curiosidad, fría y despegada, por nuestro propio destino. A continuación, y con toda rapidez, se urden las estrategias para salvar lo que resta de vida, aun cuando las oportunidades de sobrevivir sean mínimas. El hambre, la humillación y la sorda cólera ante la injusticia se hacen tolerables a través de las imágenes entrañables de las personas amadas, de la religión, de un tenaz sentido del humor, e incluso de un vislumbrar la belleza estimulante de la naturaleza: un árbol, una puesta de sol. Pero estos momentos de alivio no determinan la voluntad de vivir, si es que no contribuyen a aumentar en el prisionero la noción de lo insensato de su sufrimiento. Y es en este punto donde encontramos el tema central del existencialismo: vivir es sufrir; sobrevivir es hallarle sentido al sufrimiento. 

Si la vida tiene algún objeto, éste no puede ser otro que el de sufrir y morir. Pero nadie puede decirle a nadie en qué consiste este objeto: cada uno debe hallarlo por sí mismo y aceptar la responsabilidad que su respuesta le dicta. Si triunfa en el empeño, seguirá desarrollándose a pesar de todas las indignidades. Frankl gusta de citar a Nietzsche: «Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo». 

En el campo de concentración, todas las circunstancias conspiran para conseguir que el prisionero pierda sus asideros. Todas las metas de la vida familiar han sido arrancadas de cuajo, lo único que resta es «la última de las libertades humanas», la capacidad de «elegir la actitud personal ante un conjunto de circunstancias». Ésta última libertad, admitida tanto por los antiguos estoicos como por los modernos existencialistas, adquiere una vívida significación en el relato de Frankl. Los prisioneros no eran más que hombres normales y corrientes, pero algunos de ellos al elegir ser «dignos de su sufrimiento» atestiguan la capacidad humana para elevarse por encima de su aparente destino. 

Como psicoterapeuta que es, el autor quiere saber cómo se puede ayudar al hombre a alcanzar esta capacidad, tan diferenciadoramente humana, por otra parte. ¿Cómo puede uno despertar en un paciente el sentimiento de que tiene la responsabilidad de vivir, por muy adversas que se presenten las circunstancias? Frankl nos da cumplida cuenta de una sesión de terapia colectiva que mantuvo con sus compañeros de prisión. A petición del editor, el Dr. Frankl ha añadido a su autobiografía una breve pero explícita exposición de los principios básicos de la logoterapia. Hasta ahora casi todas las publicaciones de esta «tercera escuela vienesa de psicoterapia» (son sus predecesoras las escuelas de Freud y Adler) se han editado preferentemente en alemán, de modo que el lector acogerá con agrado este suplemento del Dr. Frankl a su relato personal. 

A diferencia de otros existencialistas europeos, Frankl no es ni pesimista ni antirreligioso; antes al contrario, para ser un autor que se enfrenta de lleno a la omnipresencia del sufrimiento y a las fuerzas del mal, adopta un punto de vista sorprendentemente esperanzador sobre la capacidad humana de trascender sus dificultades y descubrir la verdad conveniente y orientadora. Recomiendo calurosamente esta pequeña obrita, por ser una joya de la narrativa dramática centrada en torno al más profundo de los problemas humanos. Su mérito es tanto literario como filosófico y ofrece una precisa introducción al movimiento psicológico más importante de nuestro tiempo.

Gordon W. Allport, antiguo profesor de psicología de la Universidad de Harvard, fue uno de los escritores y docentes más prestigiosos de los Estados Unidos. Publicó numerosas obras originales sobre psicología y fue director del «Journal of Abnormal and Social Psycbology».


jueves, 16 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido - parte 1


El presente texto es la primera parte del prefacio del libro "El hombre en busca de sentido" de Víctor Frankl.

El Dr. Frankl, psiquiatra y escritor, suele preguntar a sus pacientes aquejados de múltiples padecimientos, más o menos importantes: «¿Por qué no se suicida usted?». Y muchas veces, de las respuestas extrae una orientación para la psicoterapia a aplicar: a éste, lo que le ata a la vida son los hijos; al otro, un talento, una habilidad sin explotar; a un tercero, quizás, sólo unos cuantos recuerdos que merece la pena rescatar del olvido. Tejer estas tenues hebras de vidas rotas en una urdimbre firme, coherente, significativa y responsable es el objeto con que se enfrenta la logoterapia, que es la versión original del Dr. Frankl del moderno análisis existencial. 

En esta obra, el Dr. Frankl explica la experiencia que le llevó al descubrimiento de la logoterapia. Prisionero, durante mucho tiempo, en los bestiales campos de concentración, él mismo sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda. Sus padres, su hermano, incluso su esposa, murieron en los campos de concentración o fueron enviados a las cámaras de gas, de tal suerte que, salvo una hermana, todos perecieron. ¿Cómo pudo él —que todo lo había perdido, que había visto destruir todo lo que valía la pena, que padeció hambre, frío, brutalidades sin fin, que tantas veces estuvo a punto del exterminio—, cómo pudo aceptar que la vida fuera digna de vivirla? El psiquiatra que personalmente ha tenido que enfrentarse a tales rigores merece que se le escuche, pues nadie como él para juzgar nuestra condición humana sabia y compasivamente. Las palabras del Dr. Frankl tienen un tono profundamente honesto, pues se basan en experiencias demasiado hondas para ser falsas. 

Dado el cargo que hoy ocupa en la Facultad de Medicina de Viena y el renombre que han alcanzado las clínicas de logoterapia que actualmente van desarrollándose en los distintos países tomando como modelo su famosa Policlínica Neurológica de Viena, lo que el Dr. Frankl tiene que decir adquiere todavía mayor prestigio. Es difícil no caer en la tentación de comparar la forma que el Dr. Frankl tiene de enfocar la teoría y la terapia con la obra de su predecesor, Sigmund Freud. Ambos doctores se aplican primordialmente a estudiar la naturaleza y cura de las neurosis. Para Freud, la raíz de esta angustiosa enfermedad está en la ansiedad que se fundamenta en motivos conflictivos e inconscientes. 

Frankl diferencia varias formas de neurosis y descubre el origen de algunas de ellas (la neurosis noógena) en la incapacidad del paciente para encontrar significación y sentido de responsabilidad en la propia existencia. Freud pone de relieve la frustración de la vida sexual; para Frankl la frustración está en la voluntad intencional. Se da en la Europa actual una marcada tendencia a alejarse de Freud y una aceptación muy extendida del análisis existencial, que toma distintas formas más o menos afines, siendo una de ellas la escuela de logoterapia. Es característico del abierto talante de Frankl el no repudiar a Freud, antes bien construye sobre sus aportaciones; tampoco se enfrenta a las demás modalidades de la terapia existencial, sino que celebra gustoso su parentesco con ellas.

Gordon W. Allport, antiguo profesor de psicología de la Universidad de Harvard, fue uno de los escritores y docentes más prestigiosos de los Estados Unidos. Publicó numerosas obras originales sobre psicología y fue director del «Journal of Abnormal and Social Psycbology».

martes, 7 de abril de 2020

Agujeros negros


Cuando una estrella muere, puede nacer un agujero negro. La estrella moribunda se colapsa sobre sí misma, haciéndose cada vez más pequeña y densa, hasta reducirse a un solo punto de radio cero y densidad infinita. A ese punto se le llama singularidad, y es tan denso que ni siquiera la luz cercana puede escapar de su fuerza gravitatoria. 

Todo aquello que esté próximo a la estrella es absorbido. Cuando se lanza un cohete al espacio, es necesario que vaya lo suficientemente rápido como para escapar a la atracción gravitacional de la Tierra. Si no logra alcanzar su velocidad de escape, simplemente vuelve a caer a la superficie del planeta. 

La atracción gravitacional de un agujero negro es tan fuerte que la velocidad de escape es superior a la de la luz, y por tanto nada puede escapar de su influjo porque nada puede ir más rápido que la luz. La frontera que rodea la singularidad y marca el lugar en el que la velocidad de escape es igual a la de la luz se conoce como horizonte de eventos. 

Cualquier cosa que caiga dentro de ese límite será absorbida por la singularidad. Por supuesto, todo esto no es sino teoría. No podemos ni siquiera ver un agujero negro, puesto que no emiten luz. Sabemos de su existencia únicamente porque las masas de los objetos en el espacio interactúan entre sí. Un número elevado de estrellas orbitando alrededor de un punto oscuro indica que allí puede haber un agujero negro. 

Además, las singularidades son tan densas que pueden modificar la trayectoria de la luz. Así, los científicos pueden ver a veces desde la Tierra varias imágenes de una misma estrella, deduciendo así que entre nosotros y ella debe de haber un agujero negro. Los agujeros negros son todo un enigma para los físicos. Parecen desafiar la ley de la mecánica cuántica que establece que la energía ni se crea ni se destruye. 

La luz absorbida por la singularidad parece destruirse, puesto que se comprime en un espacio infinitamente pequeño. Pero si de una forma u otra no fuera así, ¿podría escapar algún día? ¿Puede un agujero negro revertirse a sí mismo? Éstas son algunas de las cuestiones sin respuesta enunciadas por los astrofísicos. 

OTROS DATOS DE INTERÉS 
1. No hay nada que indique que los agujeros negros absorberán toda la energía del universo, pues sólo atraen a aquellos objetos que cruzan su horizonte de eventos. 

2. Albert Einstein, repudiando los principios de la mecánica cuántica, dijo una vez: «Dios no juega a los dados con el universo». Al respecto de los agujeros negros, Stephen Hawking afirmó: «Dios no sólo juega a los dados, sino que además a veces los tira donde nadie pueda verlos». 

3. Si usted quisiera cruzar el horizonte de eventos de un agujero negro, a alguien que observara desde fuera le parecería que cada vez se mueve más despacio pero que nunca llega a sobrepasarlo. La ilusión se explica por la inmensa gravedad del agujero negro, que atrae la luz que usted emite, haciéndola tardar cada vez más en llegar al observador que la mira desde lejos. Sin embargo, desde su punto de vista, usted cruzaría el horizonte de eventos y no le ocurriría nada especial hasta ser aplastado hasta la muerte dentro de la singularidad.

domingo, 5 de abril de 2020

Agustin y la amistad



Según Agustín, es la amistad —la insondable seductora de la mente la verdadera fuente del mal. Hay un encanto engañoso en la fraternidad, en la misma camaradería de grupo. «Así como también es dulce para los hombres la amistad, que con sabroso nudo hace de muchas almas una sola». 

Pero al abrazar este bien menor, «así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti». Dice Agustín: «De haber andado solo no habría cometido tal hurto, ya que no me interesaba la cosa robada sino el hurto mismo y no habría de cierto hallado gusto en ello sin una compañía». Sin embargo, esta fornicación social es difícil de eliminar. 

Ya en el Libro 10 y muchas confesiones más tarde, después incluso de clasificar los usos tolerables y los pecaminosos de la comida y la música, Agustín es todavía incapaz de decidir la categoría de la conversación y la compañía de los amigos. 

«En los otros géneros de tentaciones tengo algún arbitrio y facultad para examinarme a mí mismo, y conocer en qué disposición me hallo, pero en esta materia casi no hay medio alguno por donde conocerlo». 

Su pena al morir su madre y más tarde un amigo le recuerda cuán lejos se encuentra todavía de Dios. ¡Peor! Una vez sacudido por la muerte de este amigo, siempre anticipará la muerte de otros, aferrándose a las amistades pasajeras con mayor tenacidad, sintiendo la pérdida aun antes de que ocurra, descendiendo todavía más hacia un estado egocéntrico, más y más abajo…¡Ay! La fábula de la sociedad humana, la ilusión de la propia trascendencia, «es lo que amamos en nuestros amigos».

 De este modo, las Confesiones describen la amistad como una «simpatía adúltera», declarando que «todas las relaciones humanas, incluso las más nobles amistades, pueden transmitir el pecado original». Puede parecer rudo, pero (como recuerda Agustín a sus lectores de La ciudad de Dios) la lujuria, o «concupiscencia carnal», reside en el alma, no en el cuerpo. 

Cuando un alma es atraída —con perversión o de otro modo—a otro cuerpo, o alma, o a ambos, se genera una relación o transacción social. La «concupiscencia amistosa» es un trance oscuro, de difícil control, y que presenta complicaciones para volver a los límites privados de uno, las cosas buenas que han sido creadas por Dios. 

Ay, la raza humana es, «más que cualquier otra especie», social por naturaleza. Más aún, como somos una raza que muere desde su nacimiento, no hay manera de sustraernos de la desesperación y permanecer cuerdos sin abrazar la orgullosa y masiva «fábula» de la grandeza social y la inmoralidad. 

Así pues, ¿qué podemos hacer? Afortunadamente, hay una manera de evitar este peligroso mal: Agustín nos anuncia que la justicia nos viene de la muerte. ¡Alegría! «Entonces se le dijo al hombre: “Morirás por tus pecados”. Y ahora se les dice a los mártires: “Muere, en lugar de pecar”». 

Ya por entonces, algunos intelectuales cristianos se quejaron de que Agustín hacía parecer que había sido el demonio el creador de la humanidad. Les parecía absurdo afirmar que los niños estaban ya traspasados por la culpa en el vientre de sus madres, y creían que esto contradecía el amor y la justicia de Dios. Algunos se quejaron de la influencia maniquea que se dejaba sentir en las descripciones de Agustín sobre el mal y el mundo terrenal. 

Un monje galés llamado Morgan pero conocido como Pelagio, argumentó que, como el pecado es una aflicción del alma y no del cuerpo, no puede ser transmitido a través del sexo, generación tras generación. Insistió en que las personas pueden elegir entre el bien y el mal, y que más que nacer pecadores, la gente no tiene excusas para cometer pecado. 

También quería reformar la Iglesia y criticó a Agustín por favorecer a los adinerados, afirmando que un hombre rico seguramente está perdido para el Señor. Agustín se alarmó ante el desprecio del monje por el rito del bautismo, así como por la perspectiva de que los ricos (que, evidentemente, lo eran por la gracia de Dios) tuvieran que arruinarse distribuyendo sus riquezas entre las masas fornicadoras en lugar de ceder sus tierras a los monasterios católicos. 

De modo que persuadió al papa, no sin cierta dificultad, de que «excomulgara» a Pelagio. El monje fue obligado a volver a Gran Bretaña y permanecer allí durante el resto de su vida.

sábado, 4 de abril de 2020

Agustín y sus revelaciones


San Agustín era también un gran defensor de la moral de la esclavitud, que remontó al «justo» Noé, quien «estigmatizó el pecado de su hijo» con ese nombre y estableció el principio de que los buenos tienen derecho a utilizar a los pecadores. Así lo explica en La ciudad de Dios: «Así pues, la primera causa de la servidumbre es el pecado; que se sujetase el hombre a otro hombre con el vínculo de la condición servil, lo cual no sucede sin especial providencia y justo juicio de Dios, en quien no hay injusticia y sabe repartir diferentes penas conformes a los méritos de las culpas». 

Durante el diluvio, todos excepto un puñado de hombres fueron apartados como pecadores. ¿Pero cómo supo Agustín todo esto? Después de todo, no sale en la Biblia. No importa que la Biblia nunca mencione el «pecado original» como tal, y en realidad la idea de Agustín de que las generaciones actuales deben hacerse responsables de la Caída de Adán está en flagrante contradicción con algunos pasajes, como por ejemplo Ezequiel 18, donde se afirma que sólo el pecador morirá y que sus hijos son inocentes. De hecho, al igual que Tertuliano, la autoridad que Agustín reconoce es únicamente la de Dios en persona. 

Agustín consideraba que las «revelaciones» eran verdaderas, aunque aparentemente estuvieran en contradicción directa con la Biblia. «La revelación divina, no la razón, es la fuente de toda verdad». Las verdaderas normas éticas celestiales no están formuladas por la sola razón, sino que son reveladas por Dios. La verdad cristiana no descansa en la excelencia teorética o en la consistencia lógica; es verdadera porque su fuente es Dios. Y, como el obispo Orígenes antes que él, Agustín interpretó las Escrituras de forma alegórica. 

La Biblia, creía él, ha sido velada por Dios para discernir a los dignos de los indignos entre aquellos que Lo buscan. Las ambigüedades sólo proveen nuevas facetas de la verdad, para que ésta pueda ser descubierta. En cambio, es una secta cristiana, los maniqueos, la autoridad que Agustín se decide a consultar. De joven, Agustín había sido un defensor entusiasta de los maniqueos, aunque más tarde se convirtiera en su enemigo declarado, escribiendo largo y tendido sobre sus perversos errores. 

Los maniqueos, que (como Agustín) estaban influenciados por Platón, creían que hay una lucha perpetua entre los dos eternos principios de la Luz y las Tinieblas, y que nuestras almas son partículas de la Luz que han sido atrapadas por las Tinieblas del mundo físico. La lección que le ofrecieron a Agustín fue la de que toda la creación (la carne) es mala. El sexo, en particular, es pecado, sin excepción del que se lleva a cabo dentro de la institución del matrimonio y con fines de procreación. Incluso le aconsejaban a cualquiera que tuviera un bebé que lo abandonara de inmediato en la ladera de alguna colina, de modo que pereciera. Pero, ahora se daba cuenta Agustín, los maniqueos no estaban siendo muy perspicaces. 

No era suficiente con evitar el sexo: ¿acaso el pecado y el egoísmo no se encuentran ya en el infante, que gorgojea celosamente en el pecho de su madre? «Tengo la experiencia de un niño que conocí», escribe Agustín. No podía aún hablar, pero se ponía pálido y miraba con torvos ojos a su hermano de leche. […] No hay inocencia en excluir de la fuente abundante y generosa a otro niño mucho más necesitado y que no cuenta para sobrevivir sino con ese alimento de vida. 

O recordemos, como hace profusamente Agustín, el incidente del peral. Era el tiempo de su despreocupada juventud cuando Agustín y sus amigos robaron unas peras del jardín de un vecino. Como las peras en realidad estaban pasadas, él no tenía hambre y, en cualquier caso, tenía mejores peras en casa, no pudo explicar el hecho más que atribuyéndoselo, evidentemente, a la «detestable malicia que amé; lo que amé no era lo defectuoso, sino el defecto mismo». 

No parecía ser nada más ni menos que un acto de total deliberación, que reflejaba (como diría Hannah Arendt muchos años después, a propósito de los campos de concentración nazis) la «banalidad» del mal, tanto más claramente en su aparente insignificancia. Pero Agustín acaba por darse cuenta —en un súbito arrebato de inspiración de que él nunca podría haberse interesado por sí mismo en esas peras. Lo hizo porque estaba con sus amigos. «¡Oh, enemiga amistad!».

viernes, 3 de abril de 2020

Agustín y el pecado


Unos años después, Agustín volvió al norte de África, pero ahora como asistente del arzobispo de Hipona, a quien acabó reemplazando al cabo de poco tiempo. Más tarde, comenzó a escribir sus Confesiones, La ciudad de Dios y muchas otras obras, que se convirtieron en declaraciones oficiales de la Iglesia. La tentación de la atracción sexual consiste en saltárselas todas. 

Para Agustín y su madre, la conexión entre el deseo sexual y cometer pecado era natural o, más bien, inevitable. En El matrimonio y la concupiscencia, Agustín deja claro que, desde su punto de vista, la lujuria es el vehículo del «pecado original», un término para designar el «primer pecado» cometido en el Jardín del Edén, originalmente acuñado por Tertuliano de Cartago (un nombre que le iba bastante bien) en el siglo II de nuestra era. 

Cabe destacar que, para Tertuliano, la procreación en sí misma es buena. Pero para Agustín: Al llegar el acto de la procreación, la misma unión lícita y honesta no puede realizarse sin el ardor de la pasión. […] Todos los niños que nacen de esta concupiscencia de la carne, en cuanto hija del pecado, y también madre de muchos pecados cuando consiente en actos deshonestos, están encadenados por el pecado original. 

Si, Adán y Eva podrían haber tenido sexo sin lujuria, dice Agustín, pero eligieron en cambio hacerlo con lujuria. Así como un pájaro carpintero puede desarrollar sus actividades sin lujuria, del mismo modo pueden hacerlo las personas durante el acto sexual. Pero eligen no hacerlo. Tengamos en cuenta que su capacidad para elegir es bastante limitada, ya que los seres humanos son libres sólo en el sentido de «libres para pecar», como explica Agustín en «Sobre la corrupción y la gracia» (De Correptione et Gratia). 

Dios es bueno, pero como todos nacemos malos, se sigue que incluso alguien (como él mismo) capaz de hacer el bien, sólo puede hacerlo gracias a Dios. Todos los demás son massa damnata, la horrible masa de los malditos. De entre todos ellos, Dios, mediante Sus inescrutables designios, ha escogido sólo a un pequeño número para salvarlos, y sólo éstos pueden actuar sin pecar. Es para ellos, la minoría salvada por una gracia inmerecida, para quienes Agustín escribe en La ciudad de Dios (De Civitate De i): «He ahí la visión de Dios, una alegría que sólo podemos discernir vagamente en el momento». 

En cuanto al resto, «he ahí la segunda muerte, en la que sus cuerpos resucitados serán objeto de tormento eterno por las llamas que infligirán dolor sin consumir el cuerpo». Sin duda, el grado de tormento es proporcional a la gravedad del pecado, ¡y aún peor! «Aunque la duración es la misma en todos los casos, tienen que sufrir sin límite, ya que sufrir menos que esto sería contravenir la escritura y mermar nuestra confianza en la eterna bendición del pequeño número que Dios ha salvado» (De Civitate Dei, Libro XXI, sección 23, para aquellos que quieran leerlo en voz alta en la iglesia).

jueves, 2 de abril de 2020

La conversión de Agustín


«A los dieciséis años, no pudo contener su lujuria y pecó. El nombre de la mujer involucrada no se conoce». Dicho de otro modo, Agustín, que había nacido en Tagaste, una ciudad provincial romana del norte de África, tuvo una relación con una joven que conoció en Cartago, donde estudiaba. Ella le dio un hijo y fue su concubina durante más de una década (hasta que Monica le encontró una mejor). 

A los treinta años, Agustín se había convertido en el experto en retórica de la corte del sacro emperador de Roma en Milán, en un tiempo en el que ese tipo de puesto se traducía directamente en poder político. De cualquier modo, le disgustaba la vida en la corte con todas sus intrigas y politiqueos, y llegó a lamentarse un día que montaba en su carruaje para entregar una pieza retórica (un gran discurso) en estos términos: «Un mendigo borracho de la calle tiene una existencia mucho más despreocupada que yo». 

Para colmo, Monica, que lo había acompañado a Milán, dispuso para él un matrimonio arreglado, la única condición para el cual era que abandonara a su concubina. Sin embargo, como todavía faltaban dos años para que su nueva novia estuviera en edad de casarse, se enredó entretanto con otra mujer. 

De este período es su famosa plegaria «Da mihi castitatem et continentiam, sed noli modo», «Dame castidad y continencia, pero todavía no». Entonces, un día, no mucho después, mientras estaba con un amigo, Alipius, Agustín escuchó una voz, parecida a la voz de un niño, que repetía: «¡Agustín! ¡Agustín! ¡Toma la Biblia y lee!». 

Agustín cayó en la cuenta de que se trataba de una exhortación divina para abrir las Escrituras y leer el primer pasaje que encontrara. El libro se abrió en la Epístola a los romanos, 13:13-14. Y leyó lo siguiente:

Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias. 

Es sorprendente lo que puedes encontrar al abrir un libro al azar. Sea como sea, Agustín quedó muy impresionado. A la edad de treinta y dos años, como parte de su reforma, recibió el bautismo del obispo Ambrosio en vísperas de Pascua (a la vez que su hijo y su amigo Alipius). Monica se conmovió mucho por este gesto, pensando que sus plegarias habían sido atendidas. Murió al cabo de poco tiempo.