domingo, 5 de abril de 2020

Agustin y la amistad



Según Agustín, es la amistad —la insondable seductora de la mente la verdadera fuente del mal. Hay un encanto engañoso en la fraternidad, en la misma camaradería de grupo. «Así como también es dulce para los hombres la amistad, que con sabroso nudo hace de muchas almas una sola». 

Pero al abrazar este bien menor, «así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti». Dice Agustín: «De haber andado solo no habría cometido tal hurto, ya que no me interesaba la cosa robada sino el hurto mismo y no habría de cierto hallado gusto en ello sin una compañía». Sin embargo, esta fornicación social es difícil de eliminar. 

Ya en el Libro 10 y muchas confesiones más tarde, después incluso de clasificar los usos tolerables y los pecaminosos de la comida y la música, Agustín es todavía incapaz de decidir la categoría de la conversación y la compañía de los amigos. 

«En los otros géneros de tentaciones tengo algún arbitrio y facultad para examinarme a mí mismo, y conocer en qué disposición me hallo, pero en esta materia casi no hay medio alguno por donde conocerlo». 

Su pena al morir su madre y más tarde un amigo le recuerda cuán lejos se encuentra todavía de Dios. ¡Peor! Una vez sacudido por la muerte de este amigo, siempre anticipará la muerte de otros, aferrándose a las amistades pasajeras con mayor tenacidad, sintiendo la pérdida aun antes de que ocurra, descendiendo todavía más hacia un estado egocéntrico, más y más abajo…¡Ay! La fábula de la sociedad humana, la ilusión de la propia trascendencia, «es lo que amamos en nuestros amigos».

 De este modo, las Confesiones describen la amistad como una «simpatía adúltera», declarando que «todas las relaciones humanas, incluso las más nobles amistades, pueden transmitir el pecado original». Puede parecer rudo, pero (como recuerda Agustín a sus lectores de La ciudad de Dios) la lujuria, o «concupiscencia carnal», reside en el alma, no en el cuerpo. 

Cuando un alma es atraída —con perversión o de otro modo—a otro cuerpo, o alma, o a ambos, se genera una relación o transacción social. La «concupiscencia amistosa» es un trance oscuro, de difícil control, y que presenta complicaciones para volver a los límites privados de uno, las cosas buenas que han sido creadas por Dios. 

Ay, la raza humana es, «más que cualquier otra especie», social por naturaleza. Más aún, como somos una raza que muere desde su nacimiento, no hay manera de sustraernos de la desesperación y permanecer cuerdos sin abrazar la orgullosa y masiva «fábula» de la grandeza social y la inmoralidad. 

Así pues, ¿qué podemos hacer? Afortunadamente, hay una manera de evitar este peligroso mal: Agustín nos anuncia que la justicia nos viene de la muerte. ¡Alegría! «Entonces se le dijo al hombre: “Morirás por tus pecados”. Y ahora se les dice a los mártires: “Muere, en lugar de pecar”». 

Ya por entonces, algunos intelectuales cristianos se quejaron de que Agustín hacía parecer que había sido el demonio el creador de la humanidad. Les parecía absurdo afirmar que los niños estaban ya traspasados por la culpa en el vientre de sus madres, y creían que esto contradecía el amor y la justicia de Dios. Algunos se quejaron de la influencia maniquea que se dejaba sentir en las descripciones de Agustín sobre el mal y el mundo terrenal. 

Un monje galés llamado Morgan pero conocido como Pelagio, argumentó que, como el pecado es una aflicción del alma y no del cuerpo, no puede ser transmitido a través del sexo, generación tras generación. Insistió en que las personas pueden elegir entre el bien y el mal, y que más que nacer pecadores, la gente no tiene excusas para cometer pecado. 

También quería reformar la Iglesia y criticó a Agustín por favorecer a los adinerados, afirmando que un hombre rico seguramente está perdido para el Señor. Agustín se alarmó ante el desprecio del monje por el rito del bautismo, así como por la perspectiva de que los ricos (que, evidentemente, lo eran por la gracia de Dios) tuvieran que arruinarse distribuyendo sus riquezas entre las masas fornicadoras en lugar de ceder sus tierras a los monasterios católicos. 

De modo que persuadió al papa, no sin cierta dificultad, de que «excomulgara» a Pelagio. El monje fue obligado a volver a Gran Bretaña y permanecer allí durante el resto de su vida.

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