viernes, 3 de abril de 2020

Agustín y el pecado


Unos años después, Agustín volvió al norte de África, pero ahora como asistente del arzobispo de Hipona, a quien acabó reemplazando al cabo de poco tiempo. Más tarde, comenzó a escribir sus Confesiones, La ciudad de Dios y muchas otras obras, que se convirtieron en declaraciones oficiales de la Iglesia. La tentación de la atracción sexual consiste en saltárselas todas. 

Para Agustín y su madre, la conexión entre el deseo sexual y cometer pecado era natural o, más bien, inevitable. En El matrimonio y la concupiscencia, Agustín deja claro que, desde su punto de vista, la lujuria es el vehículo del «pecado original», un término para designar el «primer pecado» cometido en el Jardín del Edén, originalmente acuñado por Tertuliano de Cartago (un nombre que le iba bastante bien) en el siglo II de nuestra era. 

Cabe destacar que, para Tertuliano, la procreación en sí misma es buena. Pero para Agustín: Al llegar el acto de la procreación, la misma unión lícita y honesta no puede realizarse sin el ardor de la pasión. […] Todos los niños que nacen de esta concupiscencia de la carne, en cuanto hija del pecado, y también madre de muchos pecados cuando consiente en actos deshonestos, están encadenados por el pecado original. 

Si, Adán y Eva podrían haber tenido sexo sin lujuria, dice Agustín, pero eligieron en cambio hacerlo con lujuria. Así como un pájaro carpintero puede desarrollar sus actividades sin lujuria, del mismo modo pueden hacerlo las personas durante el acto sexual. Pero eligen no hacerlo. Tengamos en cuenta que su capacidad para elegir es bastante limitada, ya que los seres humanos son libres sólo en el sentido de «libres para pecar», como explica Agustín en «Sobre la corrupción y la gracia» (De Correptione et Gratia). 

Dios es bueno, pero como todos nacemos malos, se sigue que incluso alguien (como él mismo) capaz de hacer el bien, sólo puede hacerlo gracias a Dios. Todos los demás son massa damnata, la horrible masa de los malditos. De entre todos ellos, Dios, mediante Sus inescrutables designios, ha escogido sólo a un pequeño número para salvarlos, y sólo éstos pueden actuar sin pecar. Es para ellos, la minoría salvada por una gracia inmerecida, para quienes Agustín escribe en La ciudad de Dios (De Civitate De i): «He ahí la visión de Dios, una alegría que sólo podemos discernir vagamente en el momento». 

En cuanto al resto, «he ahí la segunda muerte, en la que sus cuerpos resucitados serán objeto de tormento eterno por las llamas que infligirán dolor sin consumir el cuerpo». Sin duda, el grado de tormento es proporcional a la gravedad del pecado, ¡y aún peor! «Aunque la duración es la misma en todos los casos, tienen que sufrir sin límite, ya que sufrir menos que esto sería contravenir la escritura y mermar nuestra confianza en la eterna bendición del pequeño número que Dios ha salvado» (De Civitate Dei, Libro XXI, sección 23, para aquellos que quieran leerlo en voz alta en la iglesia).

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