martes, 31 de marzo de 2020

Agustín, el hipócrita


Agustín (354-430). «La influencia de Agustín en la filosofía occidental es superada en duración, alcance y variedad sólo por la de Platón y Aristóteles», escribe Mark Jordan en la Enciclopedia Routledge de filosofía. 

«Agustín fue una autoridad no sólo en la Alta Edad Media, cuando a menudo era la única, sino también en tiempos modernos». ¿Una autoridad en qué materia, sin embargo? Innegablemente, en el arte de pecar. 

Los estudiosos creen que la preocupación de Agustín por el pecado original, o lo que los puritanos llamaban «depravación innata», fue consecuencia de su embarazo ante los cambios de la pubertad, que se revelaban al mundo cuando se bañaba desnudo (como era costumbre en esa época) en los Baños Públicos. 

Esto es lo que piensan los eruditos de la psicología freudiana, pero los eruditos de la teología no estarían del todo de acuerdo, ya que sostienen que el principal interés de Agustín consistía más bien en algo así como hablar directamente con Dios. Aunque no lo consiguió, los filósofos, en atención a la temprana versión agustiniana del «cogito» de Descartes y a sus discusiones sobre el tiempo y el libre albedrío, han tendido a agruparlo junto con los teólogos más que con los psicólogos, y lo han tratado como a un Filósofo Muy Importante. 

En su obra principal, la muy celebrada autobiografía titulada Confesiones, Agustín comienza discutiendo su naturaleza malvada y describe cómo a los dieciséis años de edad, mientras estaba fuera del colegio («forzado por las necesidades familiares»), «se formó en mi cabeza un matorral de concupiscencias que nadie podía arrancar». 
En este punto, Agustín nos introduce con delicadeza en el malsano tópico de las…hum…erecciones no deseadas. 

Sucedió pues que aquel hombre que fue mi padre me vio un día en los baños, ya púber y en inquieta adolescencia. Muy orondo fue a contárselo a mi madre, feliz como si ya tuviera nietos de mí; embriagado con un vino invisible, el de su propia voluntad perversa e inclinada a lo más bajo. 

Afortunadamente, su madre Mónica, una católica devota, a diferencia del resto de los integrantes de esa pecadora familia, no estaba tan contenta; santa Mónica (como luego sería llamada): se estremeció de piadoso temor; aunque yo no me contaba aún entre los fieles, ella temió que me fuera por los desviados caminos por donde van los que no te dan la cara, sino que te vuelven la espalda.  ¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más me alejaba de ti? ¿Podré decir que no me hablabas? Pero ¿de quién sino tuyas eran aquellas palabras que con voz de mi madre, fiel sierva tuya, me cantabas al oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al corazón para ponerlas en práctica. Ella no quería que yo cometiera fornicación y recuerdo cómo me amonestó en secreto con gran vehemencia, insistiendo sobre todo en que no debía yo tocar la mujer ajena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario