A veces en nuestro día a día no le damos la verdadera importancia a un verdadero diálogo, si observamos a nuestros líderes políticos, al menos en el caso de Venezuela en la actualidad, nos damos cuenta de que son personas que no manejan ningún criterio de diálogo, sino que desde el inicio tienen una postura predispuesta hacía un plantemiento que se le haga. Están tan adoctrinados que sus respuesta son monótonas y a veces hasta sin sentido.
Ningún diálogo puede ser fructífero cuando alguna de las partes lo inicia con postura arrogante ("Yo soy el presidente y aquí se hace lo que yo diga"). No puede haber conversación genuina cuando los términos del intercambio están coartados por el poder o la autoridad. A la inversa, el diálogo verdadero se produce solo cuando ambos interlocutores participan en pie de igualdad y su serio afán es la búsqueda de la verdad.
La literatura del norte de la India y del Tíbet —la hindú y la budista por igual— está repleta de tales recordatorios. Desde el Ramayana hasta la ficción budista del siglo XVII (por ejemplo, La historia del Príncipe Incomparable), las palabras arrogantes o cobardes maduran para convertirse en amargos frutos kármicos, trayendo triste ruina y doloroso despertar a quienes las pronuncian. En cambio, las palabras que emanan de mentes sabias arrojan luz sobre la verdad y la realidad, dando frutos kármicos deliciosos no solo a quienes hablan, sino también a quienes escuchan. Las mentes que juzgan a los demás sobre la base de la posición social o que están obsesionadas con las diferencias entre los dialogantes no pueden comunicarse con el corazón en la mano.
Y como es necesario que en nuestro país hayan diálogos verdaderos y no más monólogos absurdos.
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