Se encontraba acostado en el piso,
con el pecho en tierra, mirando como la rueda de aquel carro de juguete giraba
de un lado a otro. Alrededor escuchaba un gallo que cantaba a medio gañote a
eso de las cuatro de la tarde. No tenía camisa, el calor ameritaba estar sin
ella. La rueda seguía girando, no miraba los detalles del carro, el color
tampoco importaba, lo único que importaban eran las ruedas. Su mamá lo miraba a
lo lejos y le gritaba si tenía hambre. Él la escuchaba, también al gallo que
acababa de cantar de nuevo, pero nada de eso importaba. De pronto escuchó la
voz de su papá que acaba de entrar a la casa. Volteó a mirarlo y sonrió. Su
papá le miro sonriendo también, se arrodilló y se acostó junto a él, y lo llamó
por su nombre.
-¡Maestro! ¡Maestro! –dijo
aquella voz.
-¿Sí? Discúlpame –respondió -¿qué
me decías?
-Le preguntaba cómo había sido su
niñez –repuso el discípulo.
-Sí, cierto, claro. Fue una niñez
normal, mi querido discípulo; corrí, jugué, me enfermé, lloré, fui consolado,
pero lo más importante es que tuve unos padres maravillosos.
-¿Por qué dice eso maestro?
-Porque me dejaron aprender a
meditar desde muy pequeño.
-¿Les enseñaron los caminos del
maestro Buda? –quiso saber el discípulo.
El maestro sonrió y dijo: no, ellos
fueron mis primeros maestros, y me enseñaron a que podía meditar mientras
jugaba.
Cuentos cortos 2018
Leopoldo Avendaño F.
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